La última gira

2023-08-07 Marelys Torres

De las manos de la mucama resbalaron las sábanas nuevas cuando vio mi cuerpo tendido junto a la cama. Yo apenas era capaz de ver su imagen borrosa acercándose. «Señorita, ¿está bien?, señorita, ¿me escucha?», la oí llamarme. Desapareció de mi vista y en pocos minutos entraban otras personas a la habitación del hotel donde me encontraba.

Me tomaban el pulso y revisaban mi respiración. Gotas de sudor frío como el hielo corrían por mi frente y bajaban por el cuello. Estaba mareada y sentía que flotaba, no sabía qué pasaba y mi memoria me jugaba sucio con recuerdos escasos de las últimas horas. Quería responder a las preguntas que me hacían, pero era incapaz de pronunciar una palabra y, de repente, una luz brillante me cegó. Entonces, comenzaron las convulsiones.

Lo siguiente que supe era que iba camino al hospital. La sirena de la ambulancia me atormentaba mientras los paramédicos trataban de reanimarme. Sin duda sabían lo que estaba pasando, en la habitación del hotel habían quedado todas las pruebas que necesitaban.

¿Cómo llegué hasta aquí?

Hace apenas cuatro años era una tímida adolescente de dieciséis, de piel pálida, con ojos grises y observadores, que se refugiaba en la música para olvidar la desidia de sus padres. Vivía con mi mamá que, después de divorciarse de papá, se había vuelto a casar y tuvo a mi hermanito, Sergio, que acaba de cumplir siete años.

Demás está decir que la atención de mi mamá distaba de ser la que necesitaba en aquel momento. Con un padre ausente y un padrastro que había invadido su lugar, prefería pasar el tiempo encerrada en mi habitación escuchando los últimos lanzamientos de las bandas de rock.

Me perdía en las revistas viendo las fotos de las giras, aquellos hombres de cabello largo, maquillajes estrafalarios, pantalones ceñidos y botas puntiagudas. Y en las imágenes siempre se colaba alguna chica disfrutando de la fiesta en el camerino, asomada junto al escenario o esperándolos a las puertas de algún hotel. Pero siempre deleitándose en la locura de las juergas nocturnas de los músicos.

¿Cuántos años tenían estas chicas? ¿quince?, ¿dieciséis? Había algo de inocencia, o más bien ingenuidad en sus rostros, pero el maquillaje y la vestimenta minúscula y estrafalaria decían: «Soy una mujer». Y yo quería ser una de ellas. Deseaba ir a los conciertos, estar en el backstage e ir a cada celebración después de las presentaciones.

Para mí la rutina de estas chicas significaba eso, vivir la buena vida rodeada de las bandas que me gustaban. Lo demás no importaba, haría lo que fuera por estar en ese mismo lugar. Y ahora, mientras voy en la ambulancia, puedo ver cómo logré todavía más de lo que esperaba. A mis 20 años, es mi vida la que quieren tener las demás chicas.

Me conocen como Gina, aunque mi nombre verdadero sigue siendo un misterio para todos en el mundo del rock and roll. Las babygroupies, como llaman a las chicas más jóvenes, quieren acercarse a mí, hasta me miran con envidia. Y, sin embargo, aquí estoy debatiéndome entre la vida y la muerte.

Fue Sebastián, un amigo que atendía la tienda de música local, quien me invitó a mi primer concierto. Una de mis bandas preferidas venía a la ciudad, él había conseguido trabajar para la organización. Prometió que haría lo posible por hacerme entrar al backstage para conocer a los músicos.

No lo pensé dos veces y me lancé al concierto. Llevaba pantalones cortos de jean, un top negro, un chaleco, botas militares y mis gafas de sol. En ese momento no sabía que ese vestuario se convertiría en mi estilo icónico para los conciertos de rock. Lo más fácil de ese día sería elegir la ropa. Ir tras el escenario no sería tan sencillo. Sebastián consiguió hablar con uno de los guardias de seguridad que me veía como una novata y no me quería dejar pasar. Al final cedió, pero solo si estaba dispuesta a darle algo a cambio.

Por suerte para mí otro guardia lo llamó para escoltar a la banda y, al descuidar su puesto, me escabullí, logré ver el final del concierto desde un lado del escenario. Aunque esa vez no conseguí la ansiada invitación al camerino, viví de cerca la emoción de estar ahí. Me gané solo la mirada fugaz de los miembros de la banda, pero quería más y regresaría por ello. A la semana siguiente volví a otro concierto. Esta vez mi suerte fue distinta y, tras un encuentro furtivo detrás del escenario con el baterista, regresé a casa con mi primer trofeo. Así pasaron más conciertos y otros encuentros durante todo un año. A veces, los músicos solo quieren pasar el rato, hablar y desahogarse. Otras, buscaban inspiración en las musas que los seguían de una ciudad a otra.

Mi meta principal era esa, recibir la invitación a una gira. Para conseguirlo debí dejar la timidez a un lado y sacar mi lado más seductor. En la compañía de los músicos encontré el lugar que anhelaba y, sobre todo, alguien que me necesitaba. De alguna manera, al poco tiempo las nuevas bandas que llegaban a la ciudad ya conocían a Gina. La invitación a la gira llegó del modo más ansiado, a la vez que inesperado. Lirix, mi banda favorita, llegó a la ciudad para dar un par de presentaciones. Me vestí como de costumbre y fui al primer concierto. Esta vez ya era conocida y entré del brazo del guardia de seguridad que cuidaba la entrada. Mi objetivo era conocer al cantante, pero Leo, el bajista, se me acercó primero e intercambiamos miradas.

—Apuesto que te gustaría algo de tomar —dijo, ofreciéndome la botella de agua que llevaba en la mano.
—¡Ah! ¿Cómo adivinaste?! —exclamé mientras extendía el brazo para tomar la botella sin apartar mi mirada de la suya.
Aprovechó para tomarme del brazo y llevarme hacia él.
—Mi intuición también me dice que deberíamos conocernos mejor —susurró a mi oído.

Quedé enganchada de sus ojos rebeldes y mejor delineados que cualquiera de las chicas que estábamos allí. Rodeó mis hombros con sus manos y fuimos a pasar el rato en su camerino. Después de unos minutos salimos y no tuvimos ningún otro contacto el resto de la noche. Al día siguiente fui al segundo concierto, me encontré con un Leo más agradable y dulce. Se acercó a mí antes de ir al escenario, hablamos hasta que subió a tocar. Después de presentarse me invitó a la celebración, fui encantada. Compartimos como viejos amigos, intercambiamos anécdotas y algunos tragos el resto de la noche hasta que me llevaron a casa. Al despedirse, Leo me dijo que le gustaría que le acompañara a la siguiente ciudad. ¡No hace falta decir que acepté sin pensarlo!

—¡Cuenta con eso! –le dije mientras le quitaba su sombrero vaquero para ponérmelo yo y comencé a caminar hacia la puerta de mi casa.
—¡Y no te olvides traer el sombrero, pequeña ladrona! —gritó entre risas mientras se alejaba.

De alguna manera Leo me hizo sentir cómoda durante esos dos días. Se me dibujaba una sonrisa al recordar las historias de las que hablamos. Me contó que trabajaba duro para ser reconocido como el mejor bajista y que busca su musa que lo mantuviera inspirado. Me confirmó que yo podía ocupar ese lugar al tomarme por el mentón y acercar sus labios a los míos. El olor de su perfume estaba impregnado en el sombrero que, desde ese momento pasó a ser parte de mi atuendo para los conciertos. Respirar su aroma me hacía pensar en la aventura que estaba por comenzar.

No me importó la diferencia de edad, Leo tenía veintisiete años, ni el alcohol o la hierba, yo misma había probado un poco de ambos. Estaba ansiosa por vivir el resto de la experiencia. Anhelaba sentirme libre, disfrutar al fin de mi vida, salir de la ciudad, él me estaba ofreciendo aún más que eso, me prometía saborear la fama. Así fue como comenzó una relación intermitente de tres años que duró hasta esta tarde, cuando la banda se fue a tocar y me dejó en el hotel preparando mi maleta para volver a casa. Pero durante un tiempo la vida sabía a gloria, al menos así lo fue al comienzo. Durante las giras no había reglas, salvo ser discretos sobre lo que ocurría entre las bandas. Y, para los músicos, la prioridad debían ser los compromisos del grupo. Aunque había quienes olvidaban este compromiso.

Me las arreglé para viajar con Leo los tres meses siguientes. Poco a poco me fui convirtiendo en su compañía favorita y cada vez pasábamos más tiempo juntos. Nos convertimos en el refugio del otro, un lugar cálido y agradable en el que podíamos ser honestos. Compartimos anécdotas, recuerdos y alguna sustancia que nos hacía volar y olvidar; un poco de «polvo mágico» como él lo llamaba.

A pesar de todos los momentos juntos, su mayor demostración de confianza fue cuando me dio un par de bolsitas con el polvo blanco.

—Guárdalo, cuando termine de tocar compartimos un poco —dijo Leo.

Y así lo hice desde entonces. Pasaba tanto tiempo con Leo o cuidando del «polvo mágico» en el camerino que comencé a ignorar al resto de las chicas que, como yo, iban a pasar tiempo con los músicos. Al fin y al cabo mi posición estaba consolidada y no las necesitaba. Me movía por los hoteles, bares y conciertos por mi cuenta, solo me bastaba decir que estaba con la banda para conseguir lo que necesitaba. Esa primera gira terminó y cada quien siguió su camino. Si algo estuvo claro desde el comienzo es que la relación no era exclusiva. Leo volvió a su rutina y yo a la mía colándome en la vida de otros músicos. Era una sensación adictiva, poderosa, pero frustrante cuando no conseguía lo que quería.

Unos meses después, Leo me pidió que me volviera a unir a Lirix en una nueva gira. Y así ocurrió un par de veces más. Hace dos meses comenzó la última gira en la que acompañé a Lirix. Sin embargo, ya no era el paraíso de la primera vez. La fama y las sustancias que consumía Leo lo habían convertido en otra persona. Alguien desconfiado, manipulador y hasta cruel. Yo misma fui víctima de sus ataques verbales en más de una ocasión. Y cuando esto ocurría, me iba a buscar otro lugar en el que pasar la noche por temor a su actitud.

Llegó a compararme con otras chicas y amenazaba con reemplazarme en cualquier momento. No solo tuvo problemas conmigo, también discutía con sus compañeros por algunas distracciones que incluían mujeres, drogas y alcohol. Todavía en mi mente revolotean algunas de sus frases: «No es para ti, solo cuídalo», «¿sigues siendo una pequeña ladrona?», «mira a la chica nueva, es más linda y más joven». Sus palabras me herían y al mismo tiempo formaban una coraza a mi alrededor. No solo Leo había cambiado desde aquella primera gira. El «polvo mágico» también tenía su efecto en mí. Lo que me mantuvo junto a Leo estos últimos meses era el fácil acceso a las drogas, sabía seducirlo para conseguir un poco más. Y cuando la situación comenzó a descontrolarse, mi venganza era tomar un poco a escondidas y guardarla para usarla cuando estaba sola.

Claro, Leo no tardó en darse cuenta de que algo pasaba y me preguntaba por qué su droga parecía desaparecer. Un día, justo antes de un concierto, encontró una bolsita medio vacía, me interrogó y me acosó a tal punto que estuve a punto de confesarle la verdad. Pero logré recomponerme y no dije nada.

—¿Qué es esto?, ¿dónde está el resto? —preguntó Leo.
—Es lo que queda de lo que usamos ayer –respondí, tratando de mantener la calma.
—¡Mentira, estaba lleno! —gritó acercando su cara a la mía, lo que me hizo retroceder.
Temblaba y la voz casi me fallaba, pero le contesté casi en tono casual.
—Cálmate, el resto está en el hotel, lo buscamos después del concierto —dije y le puse la mano en el pecho para intentar alejarlo

Incrédulo y con el rostro ardiendo de ira, estiró el brazo para tomar el bolso que tenía a mi lado. Lo vació, pero no encontró nada. Con la misma rabia me arrancó el sombrero, se lo volvió a poner por primera vez en mucho tiempo y se fue a tocar con lo poco que había podido consumir. Eso pasó hace dos noches. Hoy, antes de ir a la prueba de sonido de Lirix, lo encontré desesperado y hecho una fiera buscando en cada rincón de la habitación. Había encontrado un poco de droga entre mis cosas y gritaba que le diera todo lo que tenía.

Abalanzándose sobre mí, apretó mis muñecas hasta que mis manos se pusieron rojas y me sostuvo contra la pared.

—¡Devuélvelo todo, ladrona! —gruñó Leo.

Llorando y temblando de terror, mentí, le dije que eso era todo lo que tenía. Me soltó frustrado y con los ojos desorbitados, salió de la habitación con la misma furia con la que lo encontré.

—¡Vete! —gritó Leo, batió la puerta tras de sí.

Después de unos minutos de terror y letargo, caí en cuenta de lo que acababa de ocurrir. Estaba consciente de que esa noche Leo iría a celebrar con alguna otra chica y la traería al hotel. Así que yo debía prepararme para irme. Antes, necesitaba un poco de polvo. Pensé que todo sería más fácil si lograba relajarme.

Aspire un poco y lo mezcle con Bourbon, y comencé a arreglar la maleta, pero no sentía ningún efecto, así que tomé más y un poco más hasta que mi cuerpo colapsó. De pronto todo se nubló, me tambaleé e intenté recostarme en la cama, pero caí de lleno sobre la alfombra, donde unos minutos más tarde me encontró la mucama.

Y ahora todos estos recuerdos pasan uno a uno por mi memoria, como si fueran un desfile de escenas aisladas.

Mientras tanto, desde un rincón de la ambulancia observo mi cuerpo inerte a punto de sucumbir. Los paramédicos obligan a mi corazón a seguir latiendo, pero cada vez estoy más débil y me alejo del cuerpo que está sobre la camilla. En la distancia, puedo sentir una última respiración forzada y todo se apaga.

Marelys Torres

Marelys Torres es una periodista venezolana, egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, seccional Guayana, su ciudad natal. Con una pasión innata por las palabras desde temprana edad, ha canalizado su creatividad a través de la escritura de cuentos, relatos y microrrelatos. En sus escritos trata de captar la esencia de la vida cotidiana y transformarla en historias que tengan un dejo de misterio e intriga. La escritura es parte de su día, no solo como profesional, sino que la acompaña como una afición desde muy joven. Su formación en el periodismo le ha ayudado a profundizar el aprendizaje de nuevas formas de expresión y a explorar realidades que le gusta trasladar a sus escritos. También ha desarrollado una profunda comprensión de la sociedad y un gusto por la investigación que aplica en sus escritos. Su intención es llevar a los lectores a que conozcan nuevas realidades a través de las historias que cuenta.