2023-06-16 Norailith Polanco

¡Qué tarde!, casi terminaba el horario de visitas en el asilo de ancianos y yo aún no llegaba. Todavía zumbaba en mi cabeza el estruendoso portazo que provoqué al salir de casa. La disputa con mi padre, aunque breve, fue bastante ajetreada. Ya no soy capaz de recordar todo lo que le dije, pero seguían resonando en mi mente las últimas palabras que nos cruzamos durante la fogosa bronca:

–¡Ella no está enferma, papá!

–¡Tiene principios de demencia senil, en el asilo sabrán cómo tratarla! ¡Ya hicimos todo el papeleo para su residencia permanente y no fue fácil hallar plaza! ¡No te atrevas a ir, Carmel! –fue lo último que le escuché gruñir a papá, antes de lanzar vigorosamente la puerta diciendo que intentaría traer a mi abuela de regreso.

Me volvía a palpitar la sien derecha con solo recordar la discusión matutina. No podía creer cuán insensible era papá al refugiarse en ese paupérrimo y trillado argumento de no tener suficiente tiempo para cuidarla –¿Cómo podía él abandonar a su propia madre en un solitario refugio para ancianos? –me preguntaba; mientras apresuraba la caminata.

Mi abuela paterna llevaba alojada una semana en aquel fatídico establecimiento y yo apenas me enteraba. Tal ha de ser el maltrato impuesto a la pobre ochentona, que los monitores del ancianato habían llamado para notificar que mi abuela ya no tenía deseos de hablar. ¡Qué vergüenza!, ¿no se supone que la familia debe ser el núcleo responsable de atender a sus ancianos? Mi padre, por su parte, me contradecía exponiendo que en un asilo ofrecerán los cuidados intensivos que nosotros no seremos capaces de brindar a ella.

Me suponía que hay una parte irrefutable en estas afirmaciones, pues, las personas de tercera edad requieren suficiente atención, además de una constante estimulación cerebral, o eso dicen los expertos en geriatría, y es precisamente en estos centros asistenciales donde reside un staff capacitado para ocuparse de los padecimientos que conlleva la vejez. Ciertamente, la jornada laboral de papá era extrema, mientras que mis faenas dentro y fuera de la universidad me mantenían ocupada casi todo el día. No obstante, bastaba con remontarse a los hechos: ¡mi abuela había perdido su maravillosa voz tras ingresar al refugio de ancianos!

Sin exageraciones, aquella voz era sublime. El registro vocal de mi nana la categorizaba como soprano, quien en sus tiempos de juventud ofrecía recitales en el antiguo teatro. En lo personal, siempre quise cantar con la aguda entonación que abuela alcanzaba en sus notas, pero, ella misma insistía en que yo consagrara mis talentos en otras artes, puesto que, desde muy pequeña me aficioné por el dibujo y la pintura, disciplinas en las que actualmente continúo mi formación profesional.

Aún recordaba con nostalgia esos días de mi infancia, cuando ambas nos reuníamos cada tarde de domingo a “inspirarnos mutuamente” durante nuestras sesiones en las que ella me cantaba, mientras yo inmortalizaba su figura en un retrato.

–¡Anda, nana! Canta un aria, quiero iniciar otro dibujo –yo repetía cada domingo.

–Déjame adivinar… A que hoy te apetece algo de Richard Wagner.

–¡Exactamente, nana! La de siempre, esa de “Jojoto”, por favor.

–¡Ja, ja, ja! se llama “Hojotoho!”, dulce niña –respondía ella con su enorme sonrisa y elegante porte– gracias por ser mi musa, hermosa Carmelita.

Mis memorias me evocaban hacia la época y me hacían feliz, pero el sentimiento se desvanecía al volver a una cruda y antinatural realidad en la que se pretendía dar las espaldas a un ser querido, lo cual me hacía sentir ruin y desvalida.

Acalorada y con los labios resecos, llegué finalmente al sitio. El viejo asilo tenía una fachada descuidada y su ambiente era lúgubre. El moho adherido en las paredes había creado manchas cuyas formas parecían extraídas de una pavorosa pesadilla, además, el tétrico lugar no se comparaba con la insoportable pestilencia que había. El hedor casi me hacía querer abandonar la misión, pues, la extraña combinación de olores entre putrefacción, orine y caldo de pollo provocó en mí un cumulo de incontenibles nauseas. Todo me causaba repulsión, quería irme, ¿acaso era eso en verdad una residencia para ancianos? –pensé.

Como pude, me dirigí hacia el mostrador de recepción para que me indicaran la ruta hacia el salón de visitas. Una de las encargadas me atendió y ordenó a un monitor el traslado de mi abuela para concretar tan ansiado reencuentro.

–Indíqueme su nombre, para anunciarla ante su familiar –preguntó la apática recepcionista.

–Carmel. Dígale a mi abuela, por favor, que “su Carmelita” está aquí y le ha traído las obras que fueron expuestas esta semana en el Gran Salón Municipal de Bellas Artes, incluida la que se llevó el primer galardón –dije orgullosa al apretar mi portafolio.

Terminada la espera, divisé desde lo lejos a un asistente conduciendo la silla de ruedas en la que estaba sentaba mi adorada abuela. Un mar de lágrimas brotó de mis ojos y no pude evitar correr hacia ella y rodearla entre mis brazos para sentir su característico aroma. Nos ubicaron a solas frente a un viejo mesón y pasamos juntas los últimos treinta minutos reglamentarios. Le mostré a ella mis dibujos y le conté sobre mis cosas, mientras acomodaba sus rizados cabellos con un peine, sin embargo, mi abuela no respondía mis preguntas.

–¿Qué sucede, abuela? ¿Alguien te hizo daño aquí? ¿Estás enojada con papá? ¿Lo estás conmigo? Lo que sea, puedes contármelo.

De nuevo, solo hubo silencio. Ella se mantenía cabizbaja y con mirada vacía.

–¡Ni hablar, te sacaré de aquí! –Chillé; dando un enérgico puñetazo al mesón –¡Oiga usted! –llamé a uno de los monitores que merodeaba por el salón –¿Con quién debo hablar para negociar su salida hoy mismo? ¿Quién está a cargo?

–Madame Mussum es la dueña de este centro –respondió serenamente el colaborador– si eso desea, con gusto la trasladaré con ella.

El rostro de mi abuela palideció tras la respuesta y me sujetó con firmeza la mano, parecía asustada. –Tranquila abuela –dije– estarás bien, iremos a casa.

Eran las 5:15 P.M. y me encontraba en la sala de espera del corredor, sentada sobre un banquillo de madera al lado de la gerencia. Una extraña mujer, de unos 60 o 70 años caminaba zigzagueante por el pasillo e iba recitando un curioso verso que decía así:

Si fin a tus problemas quieres poner, Madame Mussum te podrá socorrer…

Y si no encuentras sentido a tu vida, Madame Mussum te guiará a la salida.

 

Al pronunciar la última frase, la mujer me observó fijamente. Su mirada penetrante resultaba retorcidamente incómoda, por lo que saqué la libreta y un par de viejos lápices porta-puntas para fingirme ocupada. Trazo a trazo, logré calmarme un poco y, sin darme cuenta de cuándo se acercó, noté que la singular anciana estaba de pie frente a mí, embelesada con mis bocetos. No quise ser descortés, por lo que, en lugar de apartarme o cerrar la libreta, opté por pasar una a una las páginas del cuaderno y mostrarle mis trabajos.

–Yo los hago, soy dibujante –le dije; mientras se perfilaba en ella una ligera sonrisa.

En pleno silencio pude distinguir ciertos sonidos provenientes desde el interior del despacho. Las puertas de la gerencia estaban cerradas, no obstante, alcancé a escuchar una voz femenina decir que no atendería visitantes hoy. En ese momento, la anciana que me acompañaba se apresuró a gritar: –¡PALABRA BLANCA!

Como si de un truco se tratara, las puertas del despacho principal se abrieron súbitamente, a la vez que el tenso dedo índice de la anciana apuntó hacia adentro en señal de acceso. Entré sin vacilar en una habitación sin lujos y de escasa decoración. Detrás de un amplio escritorio, solo podía ver la silueta a espaldas de una silla ejecutiva en la que reposaba la gerente.

–Usted ha de ser Madame Mussum –dije sin titubear– Mi nombre es Carmel, he venido a solicitar, por favor, dar de baja a una de las pacientes recientemente ingresadas.

La silla permaneció inmóvil y no obtuve respuesta a mi petición.

–Por favor, dígame ¿qué puedo hacer? –insistí– ¿Necesito autorización? ¿Algún tipo de multa que pagar? Si es ese el caso pues, no tengo inconvenientes. Verá Madame, yo…

–¡¡Shhh!!, calla –murmuró al instante la dama, quien giró rápidamente su silla e inmutable, me vio.

Un ligero escalofrío recorrió mi cuerpo tras el cruce de miradas. Como era de esperarse, Madame Mussum era una mujer mayor, de delgada contextura, tez pálida, dentadura algo chueca y largos cabellos sujetados con un broche anticuado. Sus agrisados ojos eran saltones, tanto que parecían estar a punto de salir de su cabeza. La gerente, aunque era elegante, tenía una apariencia que me causaba un inquietante recelo.

–¿Carmel? ¿Así dijiste que te llamabas?, pero qué nombre más adorable –dijo ella afectuosamente con un tono sutil.

El aspecto físico de la señora no era, en mi opinión, proporcional con su personalidad gentil y entonación agraciada. Por eso dicen aquello de no juzgar a un libro por la carátula.

–Querida mía –continuó la propietaria–por supuesto que puedo concederte esa solicitud, pero, sí que hay un precio que pagar.

–¡Lo que sea, por favor! Yo misma me comprometo a cuidar de mi abuela. Sin ofender, no estoy queriendo insinuar que en este lugar no…

–¡¡Shhh!! Qué niña tan parlanchina –dijo Madame Mussum entre risas, al interrumpirme por segunda vez– hagamos algo –prosiguió– juega contra mí en una partida de “la palabra blanca”, anda, toma asiento y te explicaré las reglas.

Nunca antes había escuchado ese juego, pero, si una ermitaña anciana quería que jugara con ella, yo estaría dispuesta a hacer lo necesario para sacar a mi abuela de allí.

–De acuerdo, ¿en qué consiste? –pregunté ansiosa. Y arrimé una silla al escritorio.

–El juego es simple; básicamente, ambas tendremos que hablar durante una hora continua. En ese tiempo, tú no podrás mencionar cierta palabra que será elegida por mí en secreto –explicó la señora– por lo que, la esencia de la partida está en tratar de dilucidar cuál es la palabra y para ello te daré algunas pistas –afirmó, sonriendo.

–No me parece tan simple… Hay tantas palabras que es difícil adivinar una. Tendrá usted que darme más de una pista al menos y sin ambigüedades ¿sí? –le dije, insegura.

–Claro, de hecho, apuntaré tres pistas que verás al comienzo del juego –respondió, mientras sacaba de una gaveta varias cosas y las ponía sobre el escritorio– además, podrás hacer una pregunta adicional como comodín, una que yo pueda responder con un sí o un no ¿Estás preparada?

–Creo que lo estoy, Madame.

–Excelente, pareces astuta, pienso que lo harás bien, solamente déjame pensar cuál será la palabra blanca –señaló la anciana. Y se dispuso a organizar los curiosos objetos sobre la mesa.

Después de unos segundos, Madame Mussum se dio la espalda, procedió a escribir la palabra secreta en una tarjetita de cartulina y la introdujo en un cofre, ella parecía gozar el momento. Luego, escribió por separado cada pista en otras tres fichas y las colocó boca abajo, a su vez, ubicó dos pequeños relojes de arena con temporización de un minuto.

La anciana reveló que pasaríamos cada minuto hablándonos y/o escuchándonos mutuamente, dado que ninguna de las partes debía permanecer en absoluto silencio durante los turnos que serían marcados por cada giro de reloj.

–Ten, éste es el tuyo –dijo ella, acercándome uno de los relojes– cada vez que la arena descienda completamente, tendrás que girarlo para seguir los turnos, yo haré lo propio.

Al cabo de un instante, todo el juego había quedado minuciosamente ordenado sobre la mesa. Madame me indicó que la palabra no era compuesta, ni tampoco un anglicismo.

–Una cosa más –expresó– ten en cuenta que, si una de las partes dice la palabra oculta, el juego terminará. Esto te da una pista adicional –extendió– ya que yo misma intentaré provocar que digas la palabra, al mismo tiempo que estaré evitando que de mi boca salga dicho término ¿comprendes?

¡Ese detalle era clave! quería decir que existía la posibilidad de someter a comprobación la palabra, solo debía suscitar el contexto donde el referido vocablo encajara y esperar, consecuentemente, un comportamiento esquivo por parte de la gerente.

–Como última condición, si tú pierdes la partida, tu abuelita se queda de forma permanente, y ya no tienes oportunidad de retirarte del juego –manifestó ella.

Quedé helada, no tenía más opción que ganar.

–Ahora bien, pautemos el premio de quien resulte ganadora –afirmó Madame Mussum– está claro lo que tú buscas, prometo dar la orden de salida a tu pariente; pero, si yo gano, quiero esos dos majestuosos objetos que utilizas para crear tus dibujos.

Yo todavía sostenía en las manos los dos lápices porta-puntas de grafito. Eran coloridos, perfumados y estaban decorados con motivos frutales. Ahora que lo pensaba, la anciana no había parado de mirar embobada ese par de baratijas desde que entré al despacho, me pareció que aquello no tenía mucho valor, así que accedí a dárselos si ella me vencía.

El juego inició, destapé las tres pistas: “redondeado”, “amarillo”, “radiante”.  Los ojos de la anciana brillaron y yo procuré concentrarme en lo que estas palabras podían significar.

–Sol –fue lo primero que vino a mi mente– pero, no creía que fuese tan simple ¿Qué otra cosa podía tener tales características? ¿un pendiente, una copa, un anillo? –. Yo dudaba y seguía pensando en silencio.

De golpe, empecé a sentir sofoco y recordé lo sedienta que estaba. Decidí consultar la pista extra que la anciana había ofrecido entre las reglas del juego, así que me apuré a enunciar una pregunta que permitiera descartar o esclarecer mis ideas.

–¿Es un objeto que todos podemos ver?, digo, ¿está en la naturaleza?

–Sí –respondió– de hecho, tú siempre lo puedes ver –añadió–.

Aún necesitaba corroborar la palabra prohibida. Lo más conveniente era ser cauta para no pronunciar lo que me causara sospecha. El juego había comenzado y ambas conversábamos. Los temas variaban a cada giro del reloj, hablábamos sobre el pesado tráfico en la cuidad, nuestros platillos favoritos e incluso de telenovelas.

Debo confesar que la voz y gracia de la longeva mujer me embriagaban, ella era extrañamente encantadora. Ella me empezaba a simpatizar hasta el punto que pensaba de todas maneras regalarle los lápices que le hacían tanta ilusión a esa solitaria anciana, tal vez incluso, le ofrecería una linda pintura para decorar su sombría oficina; pero, debía ser precavida y mantener una charla prudente. Yo deseaba ganar a toda costa.

En varios turnos consecutivos iba alcanzando ciertos objetivos, porque había logrado que Madame Mussum, durante una efímera plática sobre joyería y modas, mencionara algunas de las palabras que tenía entre pesquisas. Yo iba mentalmente descartando palabras y notaba que la perspicaz mujer era incapaz de decir algo tan elemental como “sol”. Solo me quedaba una manera impetuosa de forzar que algo llevara a colación dicho término.

Me decidí a abordar un tema relacionado con mitología antigua. El repentino cambio de temática pareció alertar a la mujer, quien me escuchaba atentamente.

–Madame, me deja usted atónita con la cantidad de temas que domina, ¿Conoce usted el mito de Helios y Selene? Es muy popular –pregunté.

–No lo conozco, cuéntame, querida niña.

–¡Qué sorpresa! Siendo usted tan lúcida e ilustrada –dije– pues, cuenta una leyenda griega que el día y la noche están delimitados por los viajes de Helios y Selene, ambos son personificaciones ¿A qué le suena?… –me detuve adrede y la miré.

–¡Historia fascinante!, supongo que Selene es… Oscuridad, la Luna y Helios… El amanecer.

¡Bingo! había conseguido mi propósito. Que ella no pronunciara la palabra era irrelevante, yo únicamente buscaba confirmar mis sospechas. Sentí alivio, como si me quitaran un peso de mis hombros y le ofrecí a la dama una gran sonrisa.

–Sí, creo que eso es, personificación del amanecer, el alba, cosas por el estilo –dije.

–¡Pero qué inteligente eres, querida! No me equivoqué contigo –manifestó la gerente– aún queda alrededor de un cuarto de hora… ¿Continuamos?

El parloteo se desarrollaba con fluidez, mientras los granos de arena caían. Madame Mussum lucía un tanto resignada. De pronto, ella se limitó a hablar acerca de la calidad de mis dibujos, se notaba extasiada por saber cómo fue mi entrenamiento en el rubro de las bellas artes. Las dos íbamos volteando los relojes a cada minuto, aunque yo seguía cuidándome de no mencionar aquella palabra, no debía bajar la guardia en ningún momento.

Avanzada la plática, la dama comentó que toda su vida se había tenido que dedicar a la administración de los negocios instituidos por su difunto marido, uno de ellos era, por cierto, este antiguo asilo, por lo que la mujer nunca dispuso de tiempo para perfeccionar sus habilidades artísticas.

–Niña mía, no te ves tan tensa ahora, quizás ya hayas descifrado la palabra blanca– expuso la anciana entre charlas.

–No estoy plenamente segura al respecto, Madame –dije– pero, sí que estoy disfrutado mucho su compañía.

Seguíamos hablando y, afortunadamente, la hora de juego casi llegaba a su fin. Al último minuto, ambas giramos los relojes al mismo tiempo para determinar el turno que cerraría la partida, restaba solo un minuto y yo me sentía cansada debido a la constante actividad mental que el juego imponía. Tal vez la partida estaba ganada, siempre que no pronunciara tal palabra en este último momento. No podía evitar observar impacientemente el paso de la arena. Madame Musumm, notando mis agrietados labios, se levantó de su silla para servirme un vaso con agua y tomó la iniciativa en la conversación.

–Quisiera saber una última cosa, querida, ¿dónde has comprado ese bonito swarovski que llevas en la muñeca?

–¿Éste? –pregunté; señalando mi brazalete y haciendo una pausa para beber– no es swarovski, es un zafiro amarillo, fue un obsequio de mi madre –contesté después de tragar.

Amarillo, acababa de pronunciar una de las pistas ¡diablos!, me relajé demasiado. Ni siquiera tuve tiempo de aclarar mis pensamientos cuando la mujer dijo:

–¡Simplemente hermoso! Adoro su forma redondeada, amarillenta y radiante, esa pieza brilla como el sol –comentó ella, a la vez que su expresión facial se retorcía.

Sentí un sobresalto al oír la palabra que hasta ahora me había contenido de decir. Miré de nuevo el pequeño reloj y la arena todavía no se había consumido por completo. Sentí una rara satisfacción ¿Qué acababa de pasar? ¿Yo había ganado? Por alguna razón, de pronto, empecé a sentirme perturbada y me quedé mirando los últimos fragmentos de arena caer, hasta que el tiempo finalmente se agotó.

–El juego ha concluido, querida, has perdido –exclamó.

Quedé perpleja, no comprendía. Ante la confusión, la dama me indicó que abriera el cofre y leyera la palabra oculta. Temblorosa, obedecí y cuidadosamente desplegué el trozo de cartulina para descubrir una palabra garabateada: “zafiro”.

–¿Zafiro? ¿Era esa?… Pero, Madame, usted dijo que no sería ambigua, creí que…

–¿Ambigüedad? Ese zafiro que llevas es amarillo, redondo y reluce por cuenta propia– replicó, con tan macabra sonrisa que no parecía la misma persona.

Estaba abatida. Mis ojos se empañaron y sentí un nudo en la garganta producto de la frustración por no ser capaz de liberar a mi abuela. La refinada Madame Mussum, sin rodeos, reclamó su trofeo.

–¡Por favor, Madame! –rogué con desesperación– quiero recuperar a mi abuela.

–Un trato es un trato, ahora, dame lo que pedí.

Le acerqué el par de porta-puntas, ya no había nada más que pudiera hacer.

–¿Bromeas? No quiero esas absurdas cosas –apeló la incisiva anciana– te recuerdo que apostaste esos dos objetos con los que haces tus dibujos.

–¿A qué te refieres? –inquirí aún más confundida.

La anciana me miró, iluminándose de forma grotesca. Un mal presentimiento se empoderó de mí, temí lo peor…

–¡Ja, ja, ja! Fuiste tan ingenua como tu abuela el día que llegó –dijo la señora entre carcajadas– conserva el zafiro, si quieres, pero esas dos son mías ahora.

Al presente, la cruel Mussum porta con gracia sus nuevas posesiones: en ella figura un par de jóvenes y prodigiosas manos, así como una encantadora voz de soprano.

Norailith Polanco

Nació en la cuidad de Cabimas, estado Zulia, Venezuela. Licenciada en Educación, Máster en Sistemas de Telecomunicaciones y Doctora en Ciencias de la Educación. Se desempeño como profesora de pregrado en la Universidad del Zulia, Núcleo Costa Oriental del Lago, y docente de dibujo en el área infantil en el Instituto de Cultura y Bellas Artes de Cabimas.