2023-07-11 Trina Loreto

Esa mañana Elisa se despertó feliz, era un viernes perfecto, cumplía dieciocho años. Y lo mejor de todo, su sueño de casarse con Ramiro pronto se haría realidad. Se levantó, abrió la ventana de su habitación y sonrió. Hoy Ramiro regresaba al pueblo. Una semana antes había ido a la ciudad a buscar sus documentos para poder casarse. No existía marco más perfecto que La Villa para su amor apasionado.

Una población en medio de vegetación exuberante. De aromas y sabores intensos. Entraba el mes de febrero y los araguaneyes estaban en flor, sus ramas se cubrían de pétalos de color, que al desprenderse creaban una alfombra vibrante en cada una de las calles del pueblo. La brisa fresca mecía la vegetación tupida y traía las fragancias de las flores y de los verdes a todos los rincones de las casas. La muchacha cerró los ojos y aspiró con fuerza, hasta llenar sus pulmones de ese aire puro, con notas de mango maduro y jazmín. Disfrutó por un instante del cóctel de fragancias y pensó en Ramiro. Había quedado con él a las ocho de la noche, en la plaza. Planeaban casarse y mudarse a la ciudad.

Pero debían actuar rápido, pues él había conseguido un buen trabajo en la ciudad. Era la oportunidad de sus vidas, eso si lograban convencer a sus padres, quienes no solo no pensaban igual, en lugar de celebrar, se oponían, diciendo que era muy joven, que debía estudiar una carrera y pensaban enviarla a otra ciudad a continuar sus estudios.

Pero los muchachos estaban decididos. Si no lograban convencer a los padres, se fugarían. Ella lo lamentaba por Pedro, su hermanito, pero no iba a quedarse a morir lentamente en el pueblo. Sin Ramiro sentía que no existía futuro, que la vida se le escapaba. Toda ella era una urgencia, un desespero por el muchacho, con quien esa noche había quedado para diseñar su nueva vida, entre besos robados y planes llenos de ilusión.

Elisa era robusta, de un metro setenta de estatura, piel bronceada, ojos verdes, largas pestañas y cabello rizado color miel que le crecía hacia todos lados. Era fuerte para el
trabajo, alegre y optimista. Cuando se miraba al espejo se sentía cómoda con la imagen que este le devolvía. Y se sentía orgullosa de sus hermosas piernas. Después de asearse se puso un vestido corto de algodón de falda amplia. Preparó el desayuno. Fue a la habitación de su hermanito, lo despertó, lo ayudó a asearse. Desayunaron panquecas con miel de abejas, trozos de queso fresco y jugo de naranjas de su propia cosecha. Lo ayudó a vestir con el uniforme de la escuela: pantalón, medias azul marino, camisa blanca, cinturón y zapatos negros.

Peinó sus sedosos cabellos negros, ondulado. Quedó impoluto. Estaban solos. Sus padres salían siempre al conuco al amanecer. Y luego al pueblo de al lado a vender sus productos. El viaje diario de los padres en la canoa duraba una hora río abajo. Hacían todo durante la mañana y regresaban a mediodía. Esa mañana la madre no había querido despertarlos. Sabía que Silvia tenía la menstruación y los primeros días sangraba mucho.

Unas veinte familias formaban la población de La Villa, asentada a ambos lados del río. Era común ver niños cruzar en pequeñas canoas de madera, de pie, impulsados con varas largas a modo de palancas y sentados al fondo con un canalete. El río se deslizaba apacible. Al llegar a la curva, las aguas teñidas del color amarillento de sus orillas, danzaban voluptuosas, llevando vida entre sus corrientes.

Su hermano nació cuando ella tenía 11 años y sus padres ya eran mayores. Pedro, era un niño delgado, de abundante cabello y ojos grandes. Más bien callado, tranquilo y observador. Jugaba con ella unos minutos, pero se aburría con facilidad. Lo que más le gustaba era observar la naturaleza. Jugaba con frutos a manera de rebaño. Buscaba los frutos del taparo, de diferentes tamaños, les abrió hoyos por donde le insertaba palitos a manera de pata. Así creaba sus rebaños de vacas. Les ponía nombre y pasaba las tardes jugando a solas en un rincón del jardín. Afuera, en la cancha, los demás niños del pueblo jugaban a la pelota entre gritos y carcajadas. Para Pedro el mundo desaparecía cuando algo llamaba su atención. Elisa lo protegía como una osa a su cachorro. Cada mañana cruzaba el río en la canoa para llevarlo a la escuela.

Ese día la canoa no estaba, pero no la necesitaba. Era temporada de sequía. Ella conocía el punto donde el nivel del agua era tan bajo que se podía pasar a pie, el agua apenas le llegaría a mitad de los muslos y su anchura se había reducido a unos treinta metros, la mitad de lo que podía ser en invierno. A Elisa le sorprendió no ver a nadie en la calle. Pensó que se había parado el reloj. Subió a Pedro a su espalda. Se colgó el morral en un hombro y entró al río.

—Como pesas muchachito —dijo Elisa y Pedro rio. Apretó con sus piernas la cintura de su hermana y rodeó el cuello femenino con sus brazos. Mientras su hermana hundía los pies descalzos en la arcilla del fondo, lo que le restaba agilidad. Ella lo aseguró bien y avanzó. El agua fría le sentó mal, seguramente porque tenía la menstruación. «Si más rápido entro, más rápido salgo», pensó Elisa.

En pocos minutos alcanzaría la otra orilla. La muchacha bromeaba simulando que lo dejaba caer al agua, el niño gritaba, se aferraba a su cintura y cuello, reía a carcajadas. En la orilla de enfrente siempre los esperaban otros niños y algunas mujeres con quienes conversaban camino a la escuela, pero ese día la orilla estaba solitaria, al igual que las calles. En medio del río sintió unas cosquillas en su pantorrilla izquierda. Pensó que podía ser pececitos, de esos que ellos mismos pescaban y luego soltaban por ser tan pequeños. De los peces que limpian y acicalan animales más grandes.

Recordó los pájaros limpiando las bocas de los cocodrilos y sonrió. Las cosquillas se hicieron más intensas. Molestas, profundas. Sacudió un poco la pierna y la sensación paró un instante, pero al continuar la volvió a sentir. Luego en la pantorrilla derecha. Miro hacia el agua turbia, no se veía nada. Aceleró el paso como pudo. Pensó en regresar, pero la otra orilla estaba más cerca. Trató de que el niño no notara su nerviosismo y aceleró el paso. Sintió las cosquillas intensificarse también en la otra pantorrilla, intensas y extrañas. Comenzó a dolerle. No quería adivinar lo que podía ser. Sujetó a Pedro con más fuerza, mientras avanzaba lo más rápido que podía.

Con el agua a las rodillas miró hacia abajo temblando. Mordiéndose los labios para no gritar. Para no asustar al niño. Vio su sangre en el agua y el característico color rojo en movimiento de los depredadores. Un banco de pirañas aleteaba alrededor de sus piernas, devorando su carne, los depredadores mordían y se retiraban, cediendo su lugar a otro y a otro, insaciables. Ya no pudo más, con la mano y a gritos trató de ahuyentarlos; su mano tocó la textura sedosa de las escamas húmedas de los bichos y se estremeció. Sabía que a menos que saliera rápido del agua estaría atrapada. Corrió tan rápido como el agua y su cargamento se lo permitieron.

Aterrada con la imagen de lo que le harían a Pedro si caía. Lo sujetó con más fuerza. Mientras salía del agua podía ver los bichos dando las últimas mordidas, negados a dejarla escapar. Fuera del agua el dolor se agudizó, entre gritos de histeria y de dolor, bajó al niño. Cayó de rodillas al suelo. La sangre salía abundante. El eco le devolvía los gritos multiplicados en la soledad. Pedro la miraba lleno de espanto sin saber qué hacer. Elisa trató de ponerse de pie, pero las piernas no le respondían. Giró la cabeza tratando de ver el alcance del daño, en las pantorrillas ensangrentadas asomaban sus huesos. Retiró la vista aterrada mientras su sangre escapaba, sintiéndose más y más débil. Como pudo se arrastró hacia la calle a ver si lograba ver a alguien o si lograban verla. Subió de la orilla hacia la calle con la cara desencajada, llena de lágrimas.

—Ramiro a las ocho en la plazoleta —susurró.

Pedro trató de halarla hacia la casa más cercana sin éxito, ella también lo intentó,
pero se sentía tan débil que solo logró arrastrarse hasta a la sombra de un araguaney. El niño miró las flores amarillas teñirse de rojo bajo las piernas laceradas de su hermana. Y con un estremecimiento retiró los ojos a punto de llorar.

—Ve a buscar ayuda. —Le pidió, casi sin fuerzas, Pedro no la oyó.

—No te acerques al río. —Repitió.

De pronto, entre el letargo, recordó que ese día la escuela estaría cerrada. Todos irían temprano a la feria agrícola del pueblo vecino. Pero ahora solo tenía sueño. Gracias a Dios ya no sentía dolor. Dormitaba un poco a la espera de que el niño llegara con ayuda. Todo iba a estar bien. De seguro en la tarde, después de que le curaran las heridas y de descansar, podría ir a la plazoleta a esperar a Ramiro. A su Ramiro.

—Pedro, aléjate del río. Espera que ya viene Ramiro.

El niño volvió sin hallar a nadie y permaneció a su lado por unos minutos
eternos para él.

—Mira —balbuceó Elisa señalando con un dedo— ahí está Ramiro.

Pedro buscó con la mirada a su alrededor y no vio a nadie. Miró hacia abajo y descubrió un camino de hormigas a sus pies. ¡Ah, como le gustaban las hormigas! Se levantó, cogió una rama seca. Siguió a los insectos, primero con la mirada. Luego empezó a andar hacia donde ellas iban. Había que descubrir donde vivían. Le fascinaban las hormigas, tanto que temía perder de vista a los bichos. Imaginaba descubrir una cueva gigante, el reino de las hormigas. De vez en cuando rompía el orden de la fila con la rama, para mirar fascinado con cuánta rapidez volvían a organizarse. Se fue alejando tras ellas. Se aburría ahí solo. De todas maneras, Elisa se había quedado dormida sobre las flores del
apamate con los ojos abiertos.

Trina Loreto

Trina Loreto. Nació en Arismendi, Barinas, Venezuela, el 09 de octubre de 1970. Es Licenciada en Educación Integral. Se desempeñó como profesora de castellano durante varios años en Arismendi. Años mas tarde ejerció como maestra de educación primaria en Valencia, Carabobo, Venezuela. Emigró a España, donde ha cursado estudios de Literatura Creativa y Creación Literaria. Se inició en el mundo de la producción literaria con el libro Emigra, Sueña y Triunfa, dónde cuenta su periplo como inmigrante y continuó con Palabras de Esperanza. Ambas auto publicaciones. En la actualidad continúa haciendo lo que le apasiona: escribir.